Editorial

periferias 1 | el Paradigma de la Potencia

El Paradigma de la Potencia y la Pedagogía de la Convivencia

Fernando Fernandes, Jailson de Souza e Silva y Jorge Barbosa
Instituto Maria e João Aleixo - UNIperiferias

| Brasil |

traducido por Eulálio Marques Borges y Mariana Costa

En el tiempo presente, el odio y la indiferencia social predominan en el debate público, en la retórica política y en las narrativas mediáticas en la sociedad – incluso ganando su sustentación en la falta de respeto causada por los discursos étnicos, morales y religiosos frente al otro, a lo diferente. En esa escena social regresiva, se materializa un paradigma que amenaza la democracia y el reconocimiento de la diferencia.

Aliado a ese proceso, el sectarismo, en sus diversas formas, se sobresale en varias agendas ideológicas – comprendidas tanto en el espectro de lo extremo de la izquierda como en el de la derecha – intensificando tensiones políticas y simbólicas.

Tales elementos estructuran el cuadro actual que produce, refuerza y disemina discursos que legitiman la deshumanización de grupos sociales enteros, bien como intensifican el descarte de personas marcadas como diferentes o antagónicas.

Para ese plano discursivo que se va difundiendo de forma asustadora y devastadora en su sociabilidad – favelas, periferias, colmenas, ocupaciones y tipos semejante de viviendas - comparten representaciones simbólicas estereotipadas en el escenario urbano, las cuales son típicamente asociadas a las rotulaciones negativas y prejuiciosas. Al fin, refuerzan características físicas y sociales inferiores a los patrones normativos definidos por los regímenes estéticos hegemónicos y por los modelos conservadores de habitabilidad urbana.

Al seguir las contribuciones de Pierre Bourdieu y al considerar el espacio urbano como campo en donde el capital simbólico de la territorialidad y de sus habitantes agregan estatus económico y social, podemos registrar como el acúmulo de capital simbólico en la ciudad es central para el acúmulo de capital económico y social.

Por lo tanto, argumentamos en nuestra primera edición de la Revista PERIFERIAS que la mejoría de los medios y condiciones de existencia en territorios populares en mucho dependen de cambios en las marcaciones simbólicas que las atraviesan profundamente.

Son cambios que, sin embargo, no se concretizan con la incorporación de concepciones de estética y de habitabilidad dominantes, sino con el reconocimiento del poder inventivo – resultado de las estrategias y afirmaciones de interacción en el espacio urbano – que la población residente en territorios marcados por la desigualdad posee.

Narrativas de Origen del Paradigma de la Ausencia

Es aceptado casi como un consenso el hecho de que las ocupaciones urbanas con limitado acceso a la infraestructura y servicios públicos, y con bajo perfil de estatus social (muy en detrimento de los bajos niveles educacionales, alto índice de desempleo, precariedad en el trabajo, prevalencia de indicadores precarios relacionados a la salud, y así sucesivamente), sean básicamente clasificadas como territorios “desprovistos”, “desfavorecidos”, “desprivilegiados”, “pauperizados” o “carentes”.

Esas adjetivaciones contribuyen para la conformación de una doxa urbana, en la cual la depreciación simbólica, a partir de los discursos elaborados y diseminados por los medios de difusión masivos, se convierte en sentido común; lo mismo ocurre con narrativas distorsionadas (conversas informales, chistes) – haciendo que políticas públicas reproduzcan conformaciones a la referida narrativa.

Considerar que territorios populares no satisfacen patrones de vida pretendidos es determinante para sostener reivindicaciones por inversión estatal, capaces de garantizar mejores patrones de vida y legalmente viabilizar su uso social pleno; y eso se ubica en el núcleo para las reformulaciones habitacionales y urbanas: las reivindicaciones se legitiman por la producción del conocimiento, opinión pública y obtención de datos oficiales, con los cuales conjuntamente se demuestre la escasez de recursos y medios para obtener condiciones dignas de vida.

Reconocer tales características de desigualdad es acto fundamental para alcanzar patrones dignos de vida. Sin embargo, es también materia de preocupación, cuando el énfasis recae única y exclusivamente en la ausencia o en lo que los territorios no son, pues así factores relevantes son omitidos, típicamente ignorados o mitigados.

El Paradigma de la ausencia no reconoce estrategias resultantes de formas auténticas de “resiliencia”, tampoco admite formas y estilos de vida deslegitimados por referencias sociales, culturales, políticas y estéticas hegemónicas. Son, fundamentalmente, hábitos sociales desarrollados bajo condiciones específicas de vida, simbólicamente depreciadas como parte integrante del proceso de distinción corpóreo – territorial, recurrentes en el espacio urbano.

El proceso simbólico- despreciativo es parte de una dinámica aún más amplia que involucra la producción de narrativas que buscan la adhesión popular y también justificar acciones del Estado, las cuales en detrimento de otros, beneficiarán sectores específicos de la sociedad.

Tales prácticas son conducidas por élites económicas y políticas; hacen uso de la violencia simbólica para mantener el status quo. Ejecutadas bajo “prácticas democráticas” cuestionables, intervenciones urbanas son presentadas como benéficas para una parte más amplia de la sociedad, la cual usufructúa de los productos de acumulación de capital de la élite.

Las “Pedagogías de la Monstrualización”

Las “pedagogías de la monstrualización” operaron mecanismos ampliados de la inculcación, los cuales también conforman el habitus social al espacio urbano: aprendemos a odiar, a ser indiferentes y a ignorar al Otro, sosteniendo actitudes estigmatizantes y despreciativas al incorporar la narrativa de la aversión social (Taylor, 2011), del descarte (Giroux, 2010), y de la negación (Bauman, 2009); reunidos, configuran procesos de no-civilización (Rodger, 2013) de los grupos tratados como marginalizados.

Esas “pedagogías de la monstrualización” están en el ámago de los procesos de negación del otro, de lo diferente, que generan y reproducen tensiones sociales cuyo impacto es profundamente perverso para la convivencia en la ciudad; aniquilan cualquier trazo de humanidad al hacer uso de narrativas difusas y dispersas que gradualmente producen verdad o “regímenes de verdad” (Foucault, 1976); no solamente engendran mentalidades y formas de comprensión (en ese caso, relacionado al Otro), pero también yuxtaponen un sistema de valores jerárquicos en los cuales dos procesos, en paralelo, ocurren.

El primero es el de la “profecía autorrealizable”: comportamientos previsibles, usados como rótulos estigmatizantes, refuerzan las características y situaciones en que la aversión social, la desaprobación y el odio, se moldan.  En palabras más simples y directas: al basarse en comportamientos previsibles, sistemas son instituidos para que las personas fallen.

Ya el segundo – el proceso de la aniquilación simbólica – puede ser tan fuerte al punto que, cualquier intento de producir contra narrativas enfrentará resistencias basadas en “filtros” determinados por representaciones sociales inculcadas, lo que puede aún intentar naturalizar como inferior cualquier argumento contrario a las explicaciones dominantes.

En otras palabras: la voz de grupos estigmatizados es limitada a los apoyadores comunes y enfrentarán fuerte resistencia para sensibilizar a aquellos que ya cargan en sí alguna forma de pre-juicio.

En síntesis, estrategias de distinción social y racial operan para reforzar jerarquías de humanidad y opresión por el uso de la violencia simbólica, basada en procesos pedagógicos que naturalizan la indiferencia, la aversión social y el odio – elementos constitutivos de las contradicciones sociales reproducidas en el espacio urbano. La humillación pública y la deshumanización de grupos específicos resultan de tales pedagogías.

Estigma territorial y narrativas de origen de la representación de la Favela

La dinámica espacial de la concentración y de la estigmatización es considerada, incluso por el sociólogo Loïc Wacquant (1999; 2008), como uno de los componentes estructurales de la “marginalidad avanzada”. Por estigmatización territorial, Wacquant considera la tendencia de “conglomerar y adherir alrededor de áreas “complejas” y “cerceadas”, las cuales los propios residentes las identifican, no menos de los que aquellos de fuera, como “agujeros urbanos de infierno” abundantes en ausencia, inmoralidad y violencia; donde solamente excluidos por la sociedad considerarían vivir” (Wacquant, 1999: 1643-44). Él también es enfático sobre la disminución de la sensación de comunidad frente a la esfera de consumo privatizado y a las estrategias de alejamiento (“yo no soy uno de ellos”); tales estrategias de alejamiento debilitan solidaridades locales y confirman percepciones despreciativas del territorio.

Nos ponemos de acuerdo que la estigmatización ofusca “diferencias estructurales y funcionales subyacentes a la distribución espacial desigual de pobreza y desventaja, así como desvincula cuestiones de culpabilidad del Estado y de los sectores privados” (Hancock and Mooney, 2013:53).

Acción continua, igualmente nos ponemos de acuerdo que representaciones sociales sostenidas por la estigmatización ejercen papel expresivo para favorecer políticas y prácticas orientadas para la manutención del control de las estructuras de poder y de la toma de decisión (Hall et al. 2013; Wacquant, 2010; Tyler, 2013), las cuales, en conformidad con la agenda neoliberal, han sido agredidas por intereses mercadológicos – retirando del Estado y de la sociedad civil los medios para atingir deliberaciones socialmente justas (Giroux, 2011).

La depreciación simbólica de grupos socialmente desiguales refuerza el desequilibrio del poder y la debilidad de la democracia en la ciudad y, como consecuencia, del derecho a la ciudad.

En Brasil, y más específicamente en la ciudad de Rio de Janeiro, las representaciones sociales de las favelas y de otros territorios populares fueron fundamentales para mantenerlos destituidos de representatividad en lo direccionamientos del desarrollo urbano y en las políticas públicas abarcadoras. La desmoralización de los habitantes de la favela, tratados como “ciudadanos de segunda clase” (o “no-ciudadanos”, junto a otros rótulos negativos, fueron históricamente utilizados para retener, en el territorio de las favelas, los habitantes en condiciones de desigualdad.

La acción de circunscribir favelas como entidades aisladas de la producción del espacio urbano, también ha sido ideológicamente utilizado para exponerlas no como pertenecientes a la ciudad, sino como áreas problemáticas cuya única solución viable sería eliminarlas físicamente – tal como la idea de “cáncer urbano” (Fernandes, 2005). Aunque últimamente la idea de eliminación (“remoción”) sorprendentemente aún resuene, más énfasis ha sido dado a la necesidad de simbólicamente, (pero donde posible, físicamente), eliminar aquel que es su producto social: el favelado.

El reconocimiento (legal o por políticas públicas) de que la favela es parte integrante de la vida urbana no pudo completamente evitar que el viejo discurso de la “remoción” perdurase.  Desencadenó, por lo contrario, nuevos procesos sociales cuyo ataque simbólico al territorio de su pueblo, se agravó. La criminalización de los habitantes de favelas – y la patológica referencia al comportamiento criminal – funcionan como núcleo para el ataque simbólico, por lo tanto no es sin motivo que la emergencia de grupos civiles armados en favelas y la respuesta militarizada del Estado han sido objeto de debates más abarcadores en el campo de la seguridad urbana asociada a los derecho humanos[1].

Por otro lado, la creación de movimientos de base en el ámbito de la vivienda, educación y cultura como derechos, ha creado nuevas tensiones que contestan rotulaciones estigmatizantes al reafirmar la importancia de grupos, colectivos y sujetos sociales para las disputas políticas y simbólicas en la ciudad.

Los procesos descritos por Wacquant son principalmente analizados en países desarrollados – especialmente Francia y Estados Unidos, y en los respectivos territorios formados por el estado (guetos norteamericanos y la banlieu francesa – descritas como “creaturas de las políticas del estado” (Wacquant; 1999). Sin embargo, nos damos cuenta de los límites en esa estructura conceptual. Son claras las diferencias históricas, coyunturales y cual modelo el neoliberalismo adoptó en cada localidad. Conceptos como el de “estigma social” y de “objetificación” y homogeneización del territorio y de sus habitantes desconsideran el “poder Inventivo” de los sujetos colectivos oriundos de espacios marcados por la desigualdad.

Aún es necesario abordar críticamente las verberaciones de “estigma territorial”, relevante referencia frente a los procesos ideológicos, los cuales, al rotular barrios, contribuyen para más ampliamente discriminarlos. Cuando descontextualizados y tomados de forma objetiva, tales conceptos no consideran algunos procesos sociales a partir de los cuales grupos estigmatizados, como las favelas, se formaron.

De hecho, favelas y periferias son, esencialmente, espacios de múltiples existencias, por eso cargan una fuerte y positiva imagen a partir de la visión de los movimientos sociales y de sus propios habitantes.

La cuestión es que cuando hay énfasis en la “ausencia” e “inmoralidad” en tales territorios, se ignora las fuerzas que toman forma, no solamente como nuevas configuraciones de activismo social, sino también y aún más importante, en las prácticas de aquellos simbólicamente destituidos de representatividad social, cultural y política.

Si el estatus simbólico de las favelas y de otros territorios marcados por la desigualdad comparten una representación social sostenida por ideas de “privación” y “carencia” (Silva, 2000), su narrativa de origen orientara otras representaciones que acompañaron la idea de ausencia en un sentido más amplio. Son ejemplos las tantas intervenciones políticas y proyectos de caridad que consideran asumir la “ciudadanía” de territorios donde no existe ciudadanía (o hay una ciudadanía de “segunda clase”). Otro ejemplo es cuando consideran la falta de adecuación cuando comparados a barrios considerados “normales”. (Silva y Barbosa, 2005; Silva et al. 2009). Para eso, sus representaciones podrían ser retratadas como “anormales”, como aún los conceptúa el censo del IBGE (2010). La “anormalidad” es así contestada, pues enfoca en un patrón normativo, cuestionable a partir de las perspectivas de clase; en segundo, por ignorar características, en función de determinadas políticas norteadas por valores de clase, de la fuerza positiva de los territorios, no obstante su evidente existencia (Silva et al. 2009b).

A las situaciones referidas, se suma una capa de complejidad cuando toman forma la violencia urbana y sus efectos colaterales asociados: el prejuicio, la discriminación, la estigmatización y la indiferencia – originados y radicalmente agravados con las relaciones racializadas de poder.

Eso explica por qué es preferible referirse a esos territorios (y a los sujetos) como disonantes al patrón dominante.  Ellos sufrieron un proceso histórico de aniquilación simbólica que los destituyó de la producción del urbano o de la ciudad al considerarlos entidades aisladas, así como la representación del “cáncer urbano”, como se reprodujo al inicio del siglo XX. No limitándose a eso, la falta del reconocimiento de las fuerzas positivas de las favelas y periferias tienen históricamente mitigado la posibilidad de considerar un proyecto de urbanización que trate la favela y la periferia como posible punto de partida, y no como punto de llegada para intervenciones “arbitrarias” (o supuestamente democráticas), las cuales ignoran la potencia de ese territorio.

El proceso histórico de la aniquilación simbólica de las favelas puede, por lo tanto, ser considerada una forma violenta de “olvido organizado” (Giroux, 2014), en el cual el estatus de ciudadano del habitante de la favela es abreviado frente a la “ignorancia”, al “analfabetismo” y otras generalizaciones usadas como fuerzas simbólicas para manipular, explorar y silenciar.

El Paradigma de la Potencia

Como contrapartida a las simples clasificaciones de territorios “desprovistos”, “desfavorecidos”, “desprivilegiados”, “pauperizados” o “carentes”, se opone al paradigma de la ausencia “el poder inventivo” de las Periferias – traducido por Potencia, o por la capacidad de generar respuestas prácticas y legítimas, las cuales se configuran como formas contra hegemónicas de vida en sociedad.

Se trata del reconocimiento del poder inventivo de los grupos marcados por la desigualdad social y estigmatizados por la violencia – y aún más ampliado, de las periferias urbanas – que necesita ser tomado como referencia para la construcción del “Paradigma de la Potencia”, a partir del cual el estilo de vida (en lugar de las condiciones de vida) es reconocido por los termos que les son propios (y no comparado a los patrones hegemónicos presentes en la ciudad).

En otras palabras, los territorios populares y sus sujetos deben ser valorados por las invenciones que contribuyen para la vida urbana plena, no siendo despreciados como expresiones de ausencia y de privación, entre otras representaciones negativas que operan como fuerzas simbólicas en la esfera pública para desvalorar existencias, reputaciones y demandas de derecho para esos territorios.

Como primero paso para sostener el paradigma de la potencia propuesto, entendemos como fundamental desarrollar formas permanentes de convivencia que nos permitan aprender a compartir la ciudad. De ese modo, colocamos en desafío los procesos de no reconocimiento del otro, con los cuales son fabricados monstruos urbanos; al paso y al mismo tiempo, con el debido respaldo reconocemos el conjunto de prácticas, estéticas y estrategias provenientes de la Periferia como siendo una forma de respuesta, auténtica, e indiscutiblemente legítima, a las desigualdades urbanas. Son respuestas contra hegemónicas de vida que, sin embargo, son ignoradas o limitada comprensión es dada cuando se propone conceptualmente discutir lo que los territorios (y sus habitantes) son o no delante de lo que es puesto como normal, legal y formal en la vigente producción del espacio urbano contemporáneo.

No solamente consideramos la necesidad de afirmar voces y favorecer las esferas de participación para que en la ciudad la democracia se expanda – como también consideramos la necesidad de incorporar las dimensiones simbólicas continuadamente ignoradas por parámetros hegemónicos, los cuales definen políticas, prácticas y el ejercicio de derechos a la ciudad.

Así, el Paradigma de la Potencia ilustra el poder inventivo de las Periferias: se manifiesta en estrategias innovadoras de existencia y soluciones creativas en la resolución de conflictos, así como en la producción cultural, en el acúmulo de repertorios estéticos y en modos de trabajo centrados en convivencias plurales.

Por una “Pedagogía de la Convivencia” en la Ciudad

Los límites para la convivencia en la ciudad son diversos y complejos, y sería necesario tiempo para que cambios estructurales estableciesen un nuevo habitus social y códigos de vivencia. Tensiones pueden no llegar a un fin, pero pueden ser lidiadas a partir de otro nivel de sociabilidad.

El desafío es, por lo tanto, promover la cultura de la convivencia, con la cual diferencias y conflictos son reconocidos como dimensiones fundamentales de la interacción humana. Podemos preconizar el desarrollo de una cultura, en términos de una pedagogía de la convivencia, capaz de crear el modo por el cual interactuamos, promovemos cambios y, principalmente, ejercemos la experiencia de vivir la ciudad.

La pedagogía propuesta debe consistir de un aprendizaje de vida, inserido en la experiencia urbana. Vivir la ciudad en todas sus dimensiones debe ser algo ya presupuesto.

La “pedagogía de la convivencia” se alinea con la “pedagogía crítica”, como propuesto por Giroux (2012), la cual se refiere a las prácticas educacionales que crean condiciones para producir ciudadanos críticos, auto reflexivos, conscientes y dispuestos a actuar de forma socialmente responsable, lo que es central para la sobrevivencia de la democracia. Avanzando hacia la misma dirección, una “pedagogía de la convivencia” debe abarcar prácticas existenciales y de vida en la ciudad, las cuales creen condiciones para producir ciudadanos dispuestos a vivir y experienciar la vida en la ciudad bajo los principios de la solidaridad, fraternidad y respeto a las diferencias.

Ciudadanos que estén plenamente dispuestos a vivir de forma solidaria con el otro son capaces de comprometerse en un virtuoso proceso de humanidad y amor, lo que contrasta con la “pedagogía de la monstrualización”, que se preocupa de la formación de opiniones, valores y sentimientos cuyo objetivo es devastar, eliminar y ordenar las diferencias, y no abrazarlas.

Fundamentalmente, es necesario concebir la ciudad como espacio central para ejercer una experiencia de aprendizaje de vida rumbo a la convivencia.

Ese Con-vivir solamente es posible a partir del reconocimiento de la potencia, del poder inventivo de las favelas y de las periferias urbanas – lo que implica (re)considerar la estética y el habitus social producidos por esos territorios, pues sirven de base para narrativas producidas y reproducidas por la “pedagogía de monstrualización”.

Como fue anteriormente discutido, el rechazo estético y de las formas de socialización de las favelas han sido utilizados para excluir tales territorios y sus habitantes de la participación del debate urbano y político. Sin embargo, y como contrapartida, los parámetros y referencias que moldan el proyecto de urbanidad deben incluir el poder inventivo de las favelas y de las periferias. Las experiencias singulares de vivienda, vivencia social, creación cultural y diligencia política deben ser – por si reconocidas – y no contrastadas con referencias normativas, sociopolíticas y simbólicas, las cuales integran un proyecto no-democrático de ciudad y de “monstruos” (el funk como no-cultura; la favela como subnormal; negros como inferiores; jóvenes de periferia como criminales; inmigrantes como amenaza).

Así como se hace capaz de odiar, la humanidad es capaz de amar – las fronteras entre esos dos actos son predominantemente sostenidas por ideas, palabras y sentimientos socialmente construidos. Por lo tanto, una “pedagogía de la convivencia” es posible – su misión es crear sinergias en la ciudad y contestar cualquier forma de violencia contra la humanidad.

Eso no significa ignorar las desigualdades, conflictos y contradicciones en la ciudad; tampoco significa ignorar la opresión. Es necesario colocar en discusión la necesidad de considerar, con más rigor, los procesos de expoliación sociosimbólica como fuerza actuante en la producción del espacio urbano y en el moldeado de la experiencia urbana.

¿Cuáles son, como propuesta de construcción y acción, las referencias y experiencias que deben direccionar la producción de la ciudad? ¿Cómo tales referencias pueden ser incorporadas a un proceso democrático que reconozca la potencia de las favelas y de las periferias urbanas? ¿Cómo esos territorios pueden ser protagonistas en la producción de la ciudad al contrario de ser solamente destinatarios de referencias sociopolíticas, normativas y representaciones reproductoras de estereotipos y estigmas?

Por fin, y no menos importante, ¿cómo las ideas aquí propuestas encuentran puntos comunes y divergentes con relación a las cuestiones que afectan a las PERIFERIAS urbanas en Brasil y en todo el mundo?

Siéntanse todas y todos invitadas e invitados para ese abierto debate.


 

Referencias

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