Sobre el Poeta y el Café
Girma Fantaye
| Etiopía |
agosto de 2020
traducido por Ana Rivas
versión en inglés
traducida del amárico por
Hewon Semon
“የንጋት ወፍ ጥሪ”
No había un solo día en que Woubshet no se despertara malhumorado al amanecer. No era para menos, sus vecinos del cuarto alquilado eran como una alarma de reloj suizo. Del lado izquierdo, los rezos en voz alta de la mujer que recientemente se había convertido del cristianismo ortodoxo a «Pente», y del lado derecho, el banquero cantando y tocando su música ensordecedora con la esperanza de escapar de los rezos de la mujer, despiertan abruptamente a Woubshet cada mañana. Para empeorar, la vaca del propietario también contribuía rumiando fuertemente por razones poco claras; una de dos, o estaba quejándose por ser ordeñada o estaba extrañando a su becerro.
Pero hoy, se despertó con el sonido del carro de bomberos, que suena como si dijera «Voy por ti» mientras pasaba por la zona. Se sentó en la orilla de su cama, tratando de abrir los ojos con todas sus fuerzas mientras colocaba sus piernas en el suelo en busca de sus pantuflas. No pudo encontrarlas. No podía recordar dónde las había tirado la noche anterior.
Sabía que se había quedado dormido. ¿Cómo pudo haber dormido tanto hoy? ¡En este día tan especial! Un poco enfadado consigo mismo, se desvistió de la cintura para arriba y fue hasta el armario en busca de su reloj. Eran las 9:30 am. Como se lo temía, estaba atrasado. Se vistió rápidamente y a toda prisa fue hacia la Avenida África en dirección a la Plaza Abyot. Tal era su prisa que parecía como si una gallina sin cabeza lo estuviera persiguiendo.
Sus largas piernas, sintiendo el desgaste del cansancio, no podían satisfacer el deseo de su corazón de viajar más rápido, pero sus largas zancadas bastaron para devorarse el camino lo suficientemente rápido. Después de pasar el restaurante Flamingo, se detuvo brevemente, mirando a los feligreses vestidos de blanco, subiendo y bajando las escaleras de la iglesia de San Estéfano.
Inclinó su cabeza en dirección a la iglesia, se persignó y orando a San Estéfano dijo:
—Ayúdame a tener un buen día y contener a mis enemigos, mi Padre. Luego siguió su camino, pasó por el estadio de Addis Abeba y dejándolo atrás a su izquierda se dirigió hacia la avenida Churchill.
Desaceleró el paso. Se dio cuenta de que estaba todo sudado cuando llegó al Hotel Ras desde la Avenida Churchill. Del bolsillo izquierdo de su holgado abrigo, sacó un pañuelo azul y se sonrió consigo mismo mientras secaba el sudor de su cara. Sintió que sería un buen día. El Roha Café estaría de júbilo hoy. No podía recordar claramente la última vez que se celebró una noche de poesía en el Roha Café. Debe haber sido hace más de 10 años. Poetas de renombre y muy apreciados, críticos locales, periodistas en busca de chismes, actores de teatro a los que veía diariamente disfrutando el sol mañanero en el Teatro Biherawi, todos vendrían. —Todos vendrán y declamarán poesía o se burlarán de los que leen sus poemas —se dijo a sí mismo.
Cuando llegó al Hotel Ras, empezó a caminar a un ritmo aún más lento. Llevó sus manos al cuello de su camisa para chequear si estaba bien colocado bajo el suéter que llevaba puesto. Estaba bien colocado. Miró sus zapatos. Sus zapatos no estaban limpios. Llamó a los chicos limpia botas que estaban sentados tomando sol del otro lado de la calle principal. Un limpia botas en plena adolescencia vino corriendo en su dirección. Sin quitar los ojos de los zapatos de Woubshet, el limpia botas colocó su caja en el suelo, se arrodilló y empezó a limpiarle los zapatos. Woubshet, con su zapato sobre la caja del limpia botas, se quedó pensando absorto en la noche que se avecinaba y en el breve discurso que haría.
Comenzó todo de nuevo el martes pasado. Un joven, delgado, de piel oscura y cabello despeinado fue al Roha Café y se paró en la entrada. Woubshet estaba preparando una taza de macchiato con café caliente.
—¿Qué haces allí parado? O entras o te vas a la izquierda o a la derecha —gritó señalando a los animados Cafés vecinos Sheger y Arada.
El joven ignoró a Woubshet. Se quedó un rato más en la entrada y luego gritó:
—¡Woubshet el poeta!
Woubshet dejó de preparar su macchiato y miró fijamente al chico. Nadie le había llamado «poeta» hasta hoy.
—Es tu maldición. Reanuda los saraos de poesía. ¿Crees que basta con escribir un libro y pasarte la vida quemándolo? —dijo el chico. Luego se fue sin esperar una respuesta.
Woubshet no sabía quién era el chico o quién podría haberlo enviado. Cerró su Café y fue al Tele Bar a tomar una copa, y pasó la tarde caminando sin rumbo, pensando en los viejos tiempos del Roha Café. Que época maravillosa fueron aquellos tiempos.
¿Qué ha hecho en los últimos 10 años? Nada. ¿Qué ha hecho además de quemar cada copia del único libro que escribió, haciendo una hoguera como la que hacen durante Meskel, el feriado religioso anual ? El deseo que tenía era de golpear su cabeza contra la pared.
Woubshet Mesfin publicó un libro de poesía titulado «El Decreto del Pájaro Madrugador», y se convirtió en el hazmerreír de los críticos y de los poetas profesionales y aficionados. Escribió sobre un pájaro. Había un pájaro. Un pájaro que, a diferencia del pájaro Meskel, no venía sólo una vez al año siguiendo el aroma de la flor adey abeba. Se trataba de un pájaro que, cuando el cielo se ponía del color de la barriga de un burro, perturbaba la paz de la capital Addis Abeba proclamando: —Allehu, allehu, yo existo.
Un día, todos los demás pájaros copiaron su voz y comenzaron a decir, Allehu, allehu, y robaron su melodía. Ese pájaro nunca más fue visto. Nunca volvió a Addis Abeba. Él escribió el libro, «¿A dónde se fue el pájaro?». Cuando el libro llegó al público, se convirtió en un objeto de burla. Fue acusado de falta de respeto a la literatura, y el martes pasado cumplió diez años que, como Aryos, fue excomulgado de las artes.
Él escribió sus poemas en una época en que el Roha Café era considerado como el lugar más famoso entre los amantes de literatura. Fue una época maravillosa tanto para Roha como para las artes. Al menos dos veces por semana, en Roha se escuchaba poesía al ritmo de los instrumentos típicos krar y washint, y una vez cada 15 días, un artista famoso era invitado a moderar debates acalorados.
La semana en que se publicó su libro, los críticos sacaron sus armas y le dispararon. Cuando fue a abrir el Café Roha por la mañana temprano, cinco días después de la publicación, encontró su libro tirado en la terraza del Café. No esperaba recibir tal negatividad. Los poetas, críticos y periodistas que una vez abarrotaron el Roha Café, desaparecieron por completo.
Cerró el Roha Café y desapareció del lugar durante dos semanas. La noticia del desaparecimiento de Woubshet se difundió por toda la ciudad. Se fue a Dire Dawa. A su regreso, despreciando la poesía, canceló todo tipo de programación artística en el Café. Arrancó los poemas de las paredes. Luego rompió relaciones con todos los poetas y críticos y comenzó a comprar copias de su libro a editores y distribuidores para quemarlos, con la esperanza de que la próxima generación no se enterara de nada.
Roha pronto se convirtió en un Café sin vida donde sólo se vendía café y macchiato. El glamour de Roha se deterioró aún más una vez que se abrieron los Cafés vecinos Sheger y Arada.
Woubshet quería administrar el Roha Café sólo hasta que todas las publicaciones de su libro fueran quemadas. Había publicado novecientos cincuenta ejemplares. Un mes y veinte días después de regresar de Dire Dawa, había comprado novecientos treinta ejemplares. Pero encontrar esos últimos veinte libros le tomó más de diez años. Como no sabía quién había comprado los ejemplares, siguió visitando viejas librerías. Incluso esperaba hasta que el horario de trabajo acabara en varios de los locales para preguntar,
—¿Alguien tiene un libro llamado «El Decreto del Pájaro Madrugador?». Pero aún así, hasta el martes de la semana pasada, sólo había comprado y quemado dieciséis de los libros restantes; ahora le faltaban cuatro libros.
Sin embargo, el martes, había decidido abandonar su esfuerzo de diez años y organizar un gran evento de poesía. Distribuyó anuncios en espacios públicos. También envió descripciones del evento a los periódicos. La única preocupación que tenía era el número de personas que asistirían; no quería un grupo grande.
Le pagó al limpia botas com un birr y se dirigió tranquilamente al Café sin esperar su vuelto. Viendo el número de personas a las afueras del Teatro Biherawi, bebiendo té, café y macchiato, parecía que Addis Abeba estaba en pleno apogeo. Los celos se apoderaron de él cuando se dio cuenta de que su café no estaba abierto, y que toda esa gente estaba consumiendo tan sólo en Arada y Sheger Cafés .
Pero inmediatamente se regañó a sí mismo:
—¡Escucha Woubshet Mesfin! ¡Eres un poeta, no un comerciante! Ni que estén pagando con lingotes de oro!
Se llevó la mano al bolsillo en busca de la llave del Café. Primero en el bolsillo izquierdo. Encontró un pañuelo azul. Luego vació sus otros bolsillos. Debe haber olvidado las llaves en casa. Olvidó sus llaves. Se acercó a los otros Cafés, enojado por su olvido. Parecía que los amantes de los Cafés de la ciudad se habían dado cita aquí a través de una convocatoria. Los sonidos de las tazas y cucharas, la agitación de los amantes del café, las idas y venidas de los mesoneros hacían que los Cafés parecieran un mercado libre.
Woubshet se acercó a los Cafés. Podía ver el Café Arada. También podía ver el Sheger Café. Pero no podía ver el Café Roha. A medida que se acercaba, su confusión crecía. Se acercó hasta la terraza, sin querer aceptar lo que estaba viendo. Los asientos estaban ocupados; algunos bebían de pie. Todas las sillas de la terraza estaban ocupadas.
El Roha Café estaba aquí.
Pero el Roha Café no estaba aquí ahora.
Se resistía a entender lo que estaba viendo. Intentó convencerse de que lo que veía no era cierto y que no debía estar despierto.
El Café no estaba allí.
El Roha Café, hasta las once de anoche, estaba entre los Cafés Arada y Sheger. Incapaz de digerir lo que veía, se quedó parado por unos veinte minutos apoyado en uno de los postes del Teatro Biherawi, observando el movimiento, observando distraídamente a los bebedores de café en la terraza. Registró las características de cada cliente.
Leyó los nombres de los Cafés, colocados del lado externo de las entradas. Uno decía, Arada Café. Sin apartar los ojos de la pared, miró con cuidado y despacio a la puerta del siguiente Café. Café Sheger, se leía.
—Caramba. ¿Esto es en serio? —se dijo a sí mismo. Y luego otra vez,
—¿Eres estúpido? Esto no puede ser —se regañó a sí mismo. Retiró su mirada de los Cafés y vio los edificios de enfrente. Vio el Café Addis desde lejos. Tenía razón. No había confundido al vecindario. Ha estado yendo y viniendo de este lugar durante los últimos 15 años.
Saliendo de su estupor, se preguntó:
—¿A dónde fue el Café Roha?—Mientras sus dedos golpeaban rítmicamente su frente ya que no podía ver ni leer su letrero.
—Se ve que mis ojos han dejado de leer —dijo, caminando desde donde estaba junto al Teatro Biherawi, en dirección al Hotel Ras. Cuando llegó a la entrada del Hotel Ras, se detuvo. Se frotó los ojos y se dijo a sí mismo repetidamente que lo que estaba viendo: gente pasando por él, criaturas que andaban para arriba y para abajo en la calle, no era sueño, era realidad. Luego se estiró. Se golpeó la frente suavemente con la palma de la mano.
Caminó lentamente los cuarenta metros desde el Hotel Ras hasta el Teatro Biherawi.
—¿Qué me pasa? —se preguntó a sí mismo.
— ¿ Será que mis ojos no están viendo bien? Será que ya estoy envejeciendo? ¿Y si no son mis ojos?— Se preocupó.
—¿He empezado a perder la cabeza? ¿Estoy olvidando cosas? No! No me he vuelto loco—. Miró lo que llevaba puesto. Se veía bien. «Aunque no me veo bien vestido, tampoco me he abandonado», pensó y se consoló.
«Si menciono que el Café desapareció, pensarán que estoy loco», pensó, caminando lentamente otra vez. Deseaba que el corto camino le tomara una eternidad. Volvió a los Cafés, hablando consigo mismo. Miró. Una vez más, el Café Roha no estaba en su lugar.
—¿Cómo puede una persona no preguntar cómo un Café que estaba allí ayer no existe hoy? —preguntó y miró a la multitud despreocupada tomando café.
Comenzó a pensar en lo que debería hacer. «¿Debería gritar:
Me robaron el Café?». Si lo hiciera, lo llevarían al Hospital Amanuel, convencidos de que estaba loco. «¿Cómo iba a creerse eso, y qué haría para ganarse la vida ahora?» Mientras se angustiaba por esto, dos contadores de la Compañía Medhin entraron en el Café Sheger sin saludarlo. Lo vieron. Incluso se habían mirado fijamente. Fingían no conocerlo. Estaba un poco molesto. Mirando desde el Sheger Café a Arada y viceversa, esperaba un milagro que trajera de regreso al Roha Café. Un poco más tarde, dos jóvenes entraron en el Café Arada sin saludarlo. —¿Qué me pasa que me rechazan, por Dios? —dijo, pensando en confrontarlas. Pero no se puede acusar a los demás de no saludar. Volvió a mirar donde estaba el Roha Café hasta anoche.
Tragó grueso y miró incrédulo a Arada y luego al Sheger Café mientras se apoyaba en el poste del Teatro Biherawi. Enojado y confundido, el sudor comenzaba a correr por su frente. Sacó su pañuelo azul para secarse la cara y lo colocó de nuevo en su bolsillo, sólo para llevárselo de nuevo a la frente.
La pequeña mesera del Café Arada se acercó a él. Se había amarrado su corto cabello en la parte de atrás. El uniforme azul que llevaba se ajustaba perfectamente a sus caderas, llamando la atención de todos los transeúntes. A Woubshet le gustaba su sonrisa; una hermosa y radiante sonrisa que era suficiente para saciarlo en el desayuno, almuerzo y cena, su sonrisa era suficiente. Era una buena amiga. Una vez intentó escribir un poema sobre su sonrisa, pero no le vino a la mente ni un solo verso.
La mesera le sonrió discretamente y le dijo respetuosamente:
—Lo siento, está aquí desde hace rato. ¿Qué puedo ofrecerle? —Esa sonrisa tan suya, sobre la que había intentado escribir un poema, no estaba allí.
Woubshet bajó la voz y se acercó a ella.
—¿No me conoces?
La pequeña mesera intentó mirarlo humildemente y sacudió la cabeza.
—Mírame.
Lo hizo.
—¿No me conoces? —repitió.
—No estoy segura. Tal vez lo olvidé. Lo siento. Nuestro trabajo nos obliga a conocer a mucha gente, no podemos recordar a todos —dijo.
—¿Pero me conoces bien?—. Ella lo miró de nuevo, sacudió la cabeza y dijo:
—¿Qué le gustaría beber?
—No quiero nada.
—No puede quedarse aquí. O pide algo o atraviesa la calle y se para del otro lado. Los clientes pueden querer el lugar. Es la política de la casa.
Woubshet se enfadó. —¿Cómo? ¿Quién se atreve a impedirme que me pare en la terraza de mi propio Café?—habló en voz alta. Esto era lo que temía.
—Ok, dime, ¿a dónde fue el Café Roha?
—¿Qué Roha Café? —Parecía confundida.
—¡Mi Café! ¡Roha Café! Estaba aquí anoche.
Los clientes sentados en la terraza ahora se pusieron todo oídos al comenzar a escuchar la voz elevada de Woubshet Mesfin. Todas las miradas estaban dirigidas a él, como las espinas de un puerco espín. No estaba seguro de por qué lo miraban así. El Café en el que trabajó durante tantos años... cuando desaparece de repente, ¿no puede preguntar por qué? ¿No puede preguntar sobre su derecho, caramba?
—¿No te avergüenzas de negar la existencia de un Café del que entré y salí durante diez años? preguntemos en la ciudad Addis Abeba desde la plaza de México hasta Embajador, desde Legehar a Piassa donde estaba el Roha Café. ¡No hay razón para mentir!
La pequeña mesera se retiró para tomar los pedidos de un nuevo cliente. Woubshet murmuró solo: —¡Qué extraño! Muy extraño.
Los ojos de la gente todavía estaban fijos en él.
—Señores, ¿por qué me miran?
—¿Creen que estoy loco o creen que estoy mintiendo? El Señor es mi testigo, estoy diciendo la verdad —dijo, apuntando sus manos al cielo.
—¿Qué Café es ese, amigo mío?—Fue un joven alto, no lejos de Woubshet, quien preguntó, removiendo su té de limón con una cucharilla.
—Mi Café, Roha Café. Estuvo aquí hasta las 11:00 de anoche. No puedo encontrarlo ahora. ¿Quién puede decir a dónde se ha ido? —subiendo el tono de voz para que todos lo escucharan.
—¿Quizás confundió la ubicación? Llevo dos años viniendo aquí, nunca he visto un Roha Café aquí —dijo el hombre educadamente, golpeando la punta de su taza de té con su cucharilla.
Woubshet se enfadó. —Qué está diciendo? Le digo que estuve trabajando hasta tarde anoche. ¿Qué es esto? He vivido de mi Café durante años. ¿A cuántos adictos del café he servido? ¿Cómo puedes decir que nunca lo ha visto? ¿Cómo no pueden confiar en mí, el dueño? Nombra a un solo poeta que no conozca el Roha Café de Woubshet Mesfin. ¿Cuántos dramaturgos se inspiraron sentados en el Café Roha? « El amanecer en el cielo», ¿dónde crees que se escribió esa obra? ¿No fue en el Roha Café? ¿No estaba sentado y bebiendo el café caliente del Roha Café? ¿Por qué lo niega? No hay razón para mentir.
El joven escuchó a Woubshet en silencio y sin responder, puso un billete en el portavasos y salió de prisa. El bullicio que rodeaba los dos Cafés había desaparecido y fue sustituido por el silencio y susurros. Algunos empezaron a reírse.
El mesonero jefe de Arada Café se acercó a Woubshet con su traje blanco. Era alto y de piel oscura. Tenía una cicatriz en la frente, o bien un caballo lo había pisado o fue víctima de una cuchillada. El gerente vestía un abrigo corto de trabajo sobre su camisa blanca. Colocó sus manos educadamente hacia atrás y se acercó a él.
Woubshet se relajó cuando vio a Moges.
—Moges, ajerew. Sácame de esta confusión; ¿dónde puede ir un Café? —dijo, bajando la voz.
Moges se sorprendió de que un hombre al que nunca había visto le llamara ajerew, un término cariñoso entre amigos, y le dijo:
—¿Cómo podemos ayudarle, señor? Usted está molestando a los clientes.
—¡Moges! —exclamó Woubshet. Aplaudió: —¡Moges! ¡Tú también! Moges....
—¿Me conoce?
—¡Woubshet Mesfin proveniente de Harar! ¡¿Me preguntas si te conozco?!
Moges estaba desconcertado e intentó recordar dónde pudo haber conocido a Woubshet. No podía recordar nada.
—¿También estás actuando como si no me conocieras?
—Nunca lo he visto antes de hoy.
—Deja de bromear y dime adónde fue a parar mi Café.
—¿Qué Café?
—¿Café Roha?
—¿Qué Roha Café? Conozco todos los Cafés desde la Plaza México hasta Piassa, no hay ninguno que se llame Roha.
—¿Por qué tienes que ir tan lejos? ¿Te perdonará Dios por negar que Roha estaba entre Arada y el Sheger Café durante muchos años?
—Si el Café estuviese aquí, ¿a dónde iría? No es como viento, ¿sabe?
—¿Acaso no eres Moges?
—Tienes razón
—Hace dos meses y veinte días, ¿no traje una muñeca para tu recién nacida?
—Sí, ahora tengo una hija, pero ¿de dónde me conoces que vendrías a mi casa con una muñeca de regalo para mi hija recién nacida?
Woubshet estaba furioso.
—¿De dónde te conozco? ¿Dónde te conozco? ¿Me lo preguntas? ¿Cuántas veces viniste a pedir dinero porque el día de pago no llegaba lo suficientemente pronto? ¿Cuántas veces te di todo lo que tenía?
Moges dijo tranquilamente:
—Señor, ¿dónde dijo que estaba el café?
Woubshet miró a los dos Cafés. Los clientes que tomaban café escuchaban atentamente su conversación.
—Aquí por supuesto —dijo y señaló los dos cafés que servían a sus clientes uno al lado del otro.
—Entre los dos. Al lado de Roha estaba el Sheger Café, ¿no?
Mientras Moges intentaba contener su risa, el dueño del café Sheger notó la conmoción y se acercó hasta los dos.
—Caballero, está perturbando el local.
—¿A dónde debería ir si estoy en mi propio café? —Woubshet gritó enfadado.
Millon se quitó las gafas y examinó a Woubshet.
—Señor Million, no me diga que ni siquiera me conoces? —dijoWoubshet.
—¡Obviamente que no!
—¿Cómo pudiste olvidarme, el hombre que manejó el Café Roha por muchos años?
—¿Qué Café?
—¡Me preguntas qué Café! Has estado gerenciando este lugar pretencioso, ¿acaso yo no se que vendías khat? ¿Por qué finges no conocerme?
Había desconcierto en los rostros de sus interpeladores. Aunque nunca habían visto a Woubshet antes, tenían que admitir que tenía información sobre ellos. Million vendía khat hace años, unas hojas de té estimulantes, pero ya no. Ahora, sólo tenía una casa en Haya Hulet Mazoria, donde los artistas masticaban khat.
—¿Dónde dijo que estaba el Café Roha?
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Estaba aquí entre los dos Cafés. También me has olvidado de un dia para otro, ¡pero que vas a hacer cuando Él lo ordene!
—¿Cuándo?
—Hasta anoche a las 11 de la noche
—¿Y adónde ha ido?
—¿Y yo que sé?
—Bueno, no pudo haber salido caminando y desaparecido —dijoMoges .
Woubshet estaba enfadado.
—Si hubiese estado aquí, ¿en dónde más estaría? El Café no pudo salir volando— dijo Million, dando la vuelta para volver a entrar en su Café. Todos dejaron a Woubshet donde estaba parado y volvieron a sus tareas.
Los clientes lo miraban con atención. Él volvió su mirada de nuevo al Café. No entendía cómo todos ellos lo olvidaron en un día, y cómo el Café Roha había desaparecido.
—¿Estoy soñando? —se dijo a sí mismo. Imposible, no estaba soñando. El Roha Café había desaparecido. Cuando levantó la vista, la gente lo miraba fijamente. Algunos se compadecían de él.
—¿Qué estás mirando? ¿Por qué actúas como si no me conocieras? —dijo en voz alta. Nadie respondió. —Tú, tú —dijo, señalando a un hombre bajo y con una barriga muy grande que se quejaba de que su macchiato tenía demasiada leche.
—¿No me conoces? ¿No eras el cliente de Roha Café?
—¿Quién yo? —preguntó el hombre.
—Sí, ¿lo has olvidado?
—No quiero problemas, mi amigo. ¿De qué Roha estás hablando? Empiezan a hacerte el tratamiento y te dan de alta demasiado rápido en ese hospital de locos. Luego vienes aquí a molestarnos.
—¿A quién llamas loco? —Woubshet levantó la voz.
—¿Crees que no se que has estado tomando el remedio controlado largatin ?— añadió.
El hombre se quedó atónito.
—Creo que eres un espía. Parece que sabes todos nuestros secretos. Ahora, deja de molestarme—. Se quedó callado pensando en cómo un extraño podría saber sobre su condición de salud mental. En silencio siguió revolviendo su macchiato.
Moges escuchó el alboroto en la terraza y salió. Vio a Woubshet discutiendo con un cliente.
—Estás perturbando nuestro negocio. Llamaré a la policía. No creas que la estación está lejos. …
—Que vengan mil policías. Yo pregunté por mi Café —dijo.
—Crees que es el Café de otra persona, mi Café, mi sudor, Woubshet Mesfin de Harar, un poeta que no le teme a nadie, un poeta. No creas que quiero una tajada de la fortuna de alguien.—Acercándose a Moges.
Moges trató de retirarse.
—No me hagas llamar a la policía —repitió.
—Llama a mil policías, yo vengo de la tierra de Harar. ¿Quién teme a la muerte? Dices policía, policías peorros, ¿quién les teme?
De los que habían estado observando a Woubshet, algunos siguieron interesados en su persistencia, otros se cansaron de la repetición y comenzaron a pagar sus cuentas y a irse. A medida que lo hacían, nuevos amantes del café tomaban sus lugares.
Woubshet pasó rápidamente por Moges y entró en el baño del Arada Café. La gente adentro no se había dado cuenta de lo que pasaba afuera, así que ignoraron la entrada apresurada de Woubshet. Monge llamó la atención de la gente al perseguir a Woubshet y gritar
—¡Fuera!
—Déjame orinar en paz —dijo Woubshet y trancó la puerta del baño desde adentro. Podía oír a Moges y a los demás susurrando afuera de la puerta.
Woubshet cerró los ojos mientras estaba de pie enfrente del lavamanos. Temía mirarse en el espejo, pero se acercó a él. ¿A quién acudiría en busca de ayuda si viera a alguien diferente en el espejo? Abrió el grifo con los ojos todavía cerrados. Sintió el agua corriendo entre sus manos. Se limpió la cara sudorosa con sus manos mojadas. Abrió lentamente los ojos. Era él.
¿Era realmente el verdadero Woubshet Mesfin al que le estaba pasando todo esto? ¿O era su alma la que había reencarnado en el cuerpo de alguien que no conocía? ¿O no se ha despertado de su sueño? Recordó la historia del etíope Abemelek, amigo del profeta Ermias, que durmió durante sesenta y seis años después de rezar para evitar ver la destrucción de Jerusalén, y pensó que quizás él también había dormido, aunque no tantos años, sino muchos menos. Temiendo que pudiera haber envejecido, se miró de nuevo al espejo. Era el mismo Woubshet Mesfin. Se apretó el rostro entre sus manos.
Era el Woubshet Mesfin de ayer. Su cabeza estaba cubierta de canas. Su frente estaba llena de arrugas. Sus ojos reposaban bajo su ceja izquierda. Su ceja izquierda tenía más canas que la derecha. Tocó sus cejas con los dedos y las sintió. Hoy no era el día para preocuparse por sus cejas. La cafetería en la que trabajó durante los últimos quince años había desaparecido. Peor aún, veía como la gente que le conocía le pasaba por el lado fingiendo no conocerle, y sin querer hablar con él.
Escuchó a Moges desde afuera:
—Tú, hombre. Sal de ahí. Llamaré a la policía. Te arrepentirás después ypreguntarás por qué te llevaron preso.
—Café Roha, ¿a dónde fue el Café Roha? —le preguntó al hombre del espejo.
Woubshet recordaba cuando dejó su ciudad natal Harar y vino a Addis Abeba para trabajar como contador en la oficina de correos, y después los tiempos felices del Café Roha. No tenía ningún otro sueño. Poesía, día y noche: soñaba con ser poeta. Deseaba ser recordado más allá de su tumba como un gran poeta y no como un hombre de carne y hueso que se pudriría al morir.
... « Ser o no ser, esa es la cuestión» ..., quería escribir un sólo verso como este, e inmortalizarse. Soñaba todo el día con ser famoso en todo el mundo, con que sus libros fueran material didáctico en las escuelas, con que sus versos fueran recitados por gente de todo tipo. Soñaba con estar presente, para siempre. Pero no podía recordar ni una sola vez en la que hubiera escrito un verso lo suficientemente bueno para él o para sus amigos.
Había enviado poemas a todos los concursos de poesía de los que había escuchado hablar. Pero nunca tuvo noticias de ninguno de ellos, ni siquiera le llegó una confirmación de que habían recibido sus poemas. Pero nunca se rindió. Pasaba sus días pensando en poemas, a expensas de su trabajo y de su vida social.
Dejó su trabajo en la oficina de correos y fue a casa de su hermano en Dire Dawa, pensando en tener más tiempo para su poesía. Su hermano era un contrabandista. Si ganaba algo hoy, lo gastaba al día siguiente. Así era cómo vivía.
—¿Y tu trabajo? —le preguntó a Woubshet en cuanto lo vio.
—Renuncié.
—Trabajaras conmigo. Me alegro de que hayas venido.
—¿Contrabando?
—Iremos a Artishek por la mañana. —Prepárate, dijo.
Woubshet parecía indeciso.
—Abo! No me hagas enojar. Vine a vivir aquí para poder escribir mis poemas.
—No te la eches de veguero cantando para perseguir a los pájaros de la cosecha de sorgo. ¿Qué hace la poesía por ti?
Pero Woubshet ya se había decidido. Vivió con su hermano durante dos años y terminó el primer borrador de sus poemas. Mientras se quedó en Dire Dawa, su hermano abrió un Café llamado Roha en Addis Abeba. Woubshet fue a Addis Abeba para encargarse del Café de su hermano y publicar él mismo su libro. Después de que su hermano murió en un accidente de tren, se hizo cargo de la cafetería. Roha se hizo famoso poco después.
Woubshet abrió la puerta del baño y salió.
—Ten piedad Moges, sigues actuando como si no me conocieras —dijo Woubshet, mirando penosamente a Moges.
—¡Por la virgen santa, lo juro! No lo conozco.
Woubshet salió del Café y se paró en la terraza. Pero el Roha Café no estaba allí. —¿Dónde estaba escondido el Café? Era incomprensible.
El dueño del Sheger Café, Million, parado un poco más lejos dijo burlonamente,
—¿Encontraste tu Café?
Woubshet pasó junto a él, desafiante y sin respuesta. Al alejarse de los dos Cafés, su corazón se llenó de tristeza y su espíritu se agobió con una incertidumbre inexplicable.
Decidió buscar a gente que lo conociera y explicarle su situación. En los últimos diez años, había cortado relaciones con la mayoría de los contactos en las artes. Pero algunos todavía lo recordaban. Como la gente comentaba sobre su intento de quemar todos sus libros, la gente lo conocía.Tal vez todavía pueda encontrar algunos que se solidaricen con sus circunstancias.
Se dirigió a las librerías detrás del Teatro Biherawi. Tenía una relación especialmente fuerte con el dueño de Shawl, la librería de libros antiguos. Más de cincuenta de sus libros de poesía que quemó habían sido comprados en Shawl. Encontró al dueño, Bekalu, que estaba poniendo los libros en una estantería.
Woubshet saludó a Bekalu cálidamente.
—Bekalu el grande, estás todo un hombre.
Bekalu miró a Woubshet con estupor.
—Buenos días —dijo en un tono comedido y respetuoso, el tono usado para hablar con los ancianos.
—Bekalu —dijo Woubshet.
—Sí —dijo Bekalu, desconcertado.
—Escucha lo que me ha pasado —continuo Woubshet, con espíritu de camaradería, sin notar la confusión de Bekalu.
—¿Qué fue? —dijo Bekalu.
—¡Caramba! —dijo Woubshet.
—¿No me digas que no me conoces?
Bekalu sonrió y dijo:
—Lo siento, tal vez me he olvidado de usted—. Estaba avergonzado de haber olvidado un cliente.
Woubshet trató de mantener la calma. Se acercó al mostrador.
—¿Tiene usted, tal vez, el libro de Woubshet Mesfin, «El Decreto del Pájaro Madrugador?».
Bekalu trató de recordar, pero no pudo.
—Lo siento. Nunca he oído hablar de ese autor o libro —dijo.
—¿Está seguro? —Woubshet dijo.
—¡En nombre del ángel Gabriel, lo juro —aseguró.
—¿No me conoces? —dijoWoubshet .
Bekalu miró fijamente al hombre que estaba frente a él.
—¿Vienes de los Estados Unidos? —dijo, dudando de sí mismo.
—¿Nunca me has visto? —dijo Woubshet. El joven librero sacudió la cabeza.
—Solías conocerme Bekalu—. Okey. ¿Tampoco conoces el Café Roha?
—¿Dónde está?
—En el Teatro Biherawi, donde has tomado café durante mucho tiempo.
Bekalu sacudió la cabeza.
Woubshet se acercó a otras tres librerías que estaba convencido de que lo conocerían, murmurando para sí mismo. Ocurrió lo mismo. No lo conocían. No pudo encontrar a nadie que lo conociera a él o a su Roha Café. Estaba seguro de que era un hombre que, justo ayer, vivía en Addis Abeba administrando Roha Café y tratando de escribir versos poéticos en un papel en blanco. Era como si su existencia se hubiera borrado a través de un hechizo. De la noche a la mañana, todos los que lo conocían lo habían olvidado. Metió la mano en su bolsillo y buscó su identificación. La miró. Había sacado una identificación que tenía una foto de Woubshet Mesfin, de Harar, el intrépido. Era él.
Se dirigió al Tele Bar situado detrás de la Escuela de Comercio y tomó asiento cerca de la terraza. Aquí es donde estaba antes de volver a casa anoche. Ha sido un cliente allí desde hace varios años. El camarero que conocía se le acercó. También lo había olvidado completamente. Pidió café. Cuando el camarero le trajo su café, Woubshet carraspeo su garganta y dijo:
—Perdone, hermano, ¿sabe dónde está el Café Roha? El camarero sacudió la cabeza y se fue. No podía recordar adónde habían ido los demás camareros.
Salió del Tele Bar y fue a la Plaza Tewodros con prisa, buscando la oficina del crítico y abogado Maru. Esperaba que Maru lo recordara. Caminó por la Avenida Churchill, mirando fijamente los alrededores, absorto en un pensamiento profundo. No podía pensar en ninguna posible razón por la que esto le estuviera sucediendo. No había cambiado nada con respecto a ayer. Lo único que pasó fue que fue borrado de la memoria, tanto en la memoria de los demás como en lo que había dedicado su vida. ¿Pero cómo puede desaparecer algo material, un Café? ¿Adónde se diría que pudo ir el Café? Recolectó y quemó su colección de poemas para ser olvidado como poeta, pero no del todo como ser humano.
Llegó a la oficina del crítico Maru. Había sido cliente de Roha desde el día en que se inauguró. La desgarradora crítica que escribió sobre el libro de Woubshet provocó una ruptura en su relación. Pero mientras que muchos abandonaban Roha, Maru todavía, de vez en cuando, venía y tomaba café en silencio. Llegó a la oficina, que estaba a un paso de la escuela Lycée Gebre Mariam.
Llamó a la puerta y entró. La secretaria le pidió que esperara. Pronto fue invitado a entrar en la oficina de Maru. Maru se levantó de su asiento y lo saludó. No como si fuera a saludar a un querido amigo, sino como si fuera a saludar a un cliente.
—Maru —dijo Woubshet.
—Si —dijo Maru con su voz áspera mientras sonreía.
—Por favor, dímelo con honestidad —dijo.
—¿Qué debo decirle?
—¿No me conoces?
Maru miró fijamente la cara de Woubshet. Pensó por un instante. Sacudió la cabeza.
—Lo siento. Creo que pude haberle olvidado —dijo el crítico.—¿Eras escritor?
—Roha Café. El Café del Teatro Biherawi al que solías ir durante años, ¿lo recuerdas? —preguntó Woubshet.
—¿Cerca del Teatro Biherawi? No... ¡No! No recuerdo un Café llamado así.
Woubshet no podía creer lo que estaba escuchando.
—¿Tampoco me conoces? ¿No conoces una colección de poesía titulada
«El Decreto del Pájaro Madrugador?».
Maru sacudió la cabeza. Señaló los libros en el estante detrás de Woubshet. —Todos los libros que he reseñado están ahí. Echa un vistazo. No conozco tu obra. Lo siento.
Woubshet se levantó. Salió de la oficina de Maru y regresó al Teatro Biherawi.
El Café Roha no estaba allí.
No había comido en todo el día, ni desayuno, ni almuerzo.
¿Cuál era el punto de comer?
Faltaban tres horas para que el evento de poesía comenzara. Se paró frente al Teatro Biherawi y empezó a esperar a la gente que habría venido al Roha Café para su evento. El tiempo pasaba volando.
Quedaba una hora.
Treinta minutos.
Miró al otro lado de la calle para ver dónde estaba el Roha Café hasta anoche. Los clientes de Sheger y Arada iban y venían. Nadie se acordaba de Roha. Él también fue olvidado, como si no hubiera vivido en la tierra.
Ya era hora.
Ni una sola persona apareció en Roha. Y el Café Roha tampoco estaba en su lugar.
Caminó hacia el estadio desesperado, dejando el Café en el que había trabajado durante los últimos quince años. Siguió buscando a gente que conocía. Aunque reconoció a algunos, ninguno de ellos lo reconoció a él. Los cantos de los aficionados al fútbol en el estadio se apoderaban del vecindario. Empezó a caminar hacia la plaza Abyot.
Un joven vendedor de libros que llevaba una pila de libros se le acercó corriendo.
—Últimos ejemplares, últimos ejemplares —gritaba, intentando vender sus libros.
—Escuche, ¿tiene una copia de «El Decreto del Pájaro Madrugador?».
El librero empezó a reírse de Woubshet. —¡Ja, ja, ja, ja, ja!
Woubshet no podía entender por qué se reía.
—¿Tienes el libro del gran poeta? —preguntó—. El libro del poeta Woubshet Mesfin ...
La risa no se detuvo. —¡Ja, ja, ja, ja, ja!
—El libro del poeta Woubshet Mesfin —dijo de nuevo.
Woubshet se tapó los oídos con las manos y se fue corriendo en dirección a la iglesia de St. Urael. No estaba seguro a dónde se dirigía, pero pasó por la iglesia y bajó la ladera, y sólo se detuvo cuando llegó al puente.
Miró fijamente al río que pasaba por debajo del puente, fatigado por el sol inclemente de verano. El atardecer se acercaba. Se abría paso lentamente entre las piedras.
La oscuridad cubría la estrecha corriente.
Girma T. Fantaye | Etiopía |
Écrivain éthiopien et ancien journaliste de la presse écrite. Il a publié un recueil de poésies et un roman dans sa langue natale, l’Amharic. Son nouveau roman « Yenigat wof Zema » (traduit approximativement par Les Rythme d’un Oiseau de l’Aube ) est à paraître cette année. Il vit à Addis Abeba.
girmabe24@gmail.com