literatura y poesía

periferias 6 | raza, racismo, territorio y instituciones

Oubliette: en la mazmorra del olvido

Howard Meh-Buh Maximus

| Camerún |

traducido por Ana Rivas

Linonge era tu mejor amigo. Fue él quien te enseñó cómo meter garri, ese polvo de mandioca, de contrabando y otras mercancías en la escuela.

—Rasga un lado de tu almohada —dijo él— saca el relleno de espuma y la vuelves a llenar con las papeletas del polvo dorado. Así era como se le llamaba en Saint Joseph, tu escuela secundaria: polvo dorado, opio falso, como si fuera un narcótico, como el polvo blanco, enfatizando tanto su preciosidad como su prohibición.

—Y cuando termines de rellenar tu almohada con él –dijo– cose el lado abierto de la almohada y atala bien a tu colchón, para que ni siquiera una de las brujas camerunesas de la ciudad de Mamfe piense en llamarte y revisar.

El brujo de Mamfe era el señor Ojong, el Director Disciplinario Júnior, que se escondía detrás de los dormitorios y los baños de los estudiantes y las paredes de los urinarios a horas impías, con los oídos pegados a los protectores oxidados de las ventanas en plena noche, esperando oír algo que pudiera usar para incriminar a los estudiantes al día siguiente. Los esfuerzos parecían muy grandes para la recompensa, a pesar de que se rumoraba que estaba atrás del cargo de Director Disciplinario Sénior. Los estudiantes se preguntaban si estaba realmente casado; si la chica de ojos claros y tímidos que venía a misa los domingos, cargando a un bebé tranquilo y usando el mismo vestido simple de satén, era realmente su esposa. ¿De dónde había sacado tiempo para procrear un bebé cuando pasaba todo el tiempo en la escuela vigilándolos?

En el baño y en las paredes de los urinarios, encontró dibujos de caricaturas obscenas de él mismo fornicando con el personal de la cocina, o con una profesora, o con su esposa. En otro dibujo, sostenía su pene con una mano mientras veía a los chicos ducharse, su esposa jalaba su otra mano tratando de llamar su atención. En la ventana del dormitorio, escuchó historias recién salidas del horno sobre sí mismo. Historias que él mismo no conocía.

Una vez escuchó que aún no había pagado completamente la dote a la familia de la esposa. Que todavía estaba ahorrando dinero, dado su bajo salario, por eso la mayoría de las noches no dormía con su esposa porque ella no era totalmente suya todavía. Otro estudiante consideró que él no era tan honorable, que debía ser porque no encontraba atractivo el aire pueblerino de su mujer; otro dijo que no, que era ella quien no lo encontraba atractivo, pero de nuevo, ¡quién lo haría!

La geografía de sus ojos no lo ayudaba ni un poco. Estaban tan separados que parecían hermanos gemelos que se odiaban. Había risas. Alguien parado próximo al depósito dijo, por cierto, que el bebé era demasiado lindo para ser suyo; su esposa tenía que estar fornicando con otro miembro del personal "o un estudiante", alguien más añadió; era difícil decir exactamente quién estaba diciendo que, en la oscuridad, aunque se podía adivinar por las voces familiares. Todos se rieron de nuevo cuando alguien dijo:

– Lino, ese bebé tiene tu cara y Linonge lanzó un insulto vulgar a la persona, diciendo de manera jocosa, que tenía mucho mejor gusto que el que Super F tendría alguna vez en su vida.

Al día siguiente, todos ustedes serán castigados por esto. Se pararán frente al campo de fútbol, todos los estudiantes de secundaria en su dormitorio, machetes en mano, listos para trabajar. Cuando Super F irrumpió esa noche, actuando como si todo lo que había oído no le hubiese molestado, todos ustedes fingieron dormir. Incluso Linonge. Pero Super F gritó tan fuerte que sentiste como su garganta le dolía; él dijo que todos podían dormir todo lo que quisieran pero que sabía que no eran fantasmas los que hablaron la noche anterior, e incluso si hubiesen sido fantasmas, todos ustedes pagarían por ello.

Cuando reportó el incidente al director, le dijo al padre Martins que todos ustedes se habían quedado hablando y hablando, diciendo todo tipo de cosas sobre cada miembro del personal en Saint Joseph. Todos. Incluyendo al propio padre. Después de apagar las luces. En inglés Pidgin. Añadió las pequeñas frases dramáticamente como gotas de combustible en el fuego, observando su efecto con expectativa.

El padre te miro con los ojos entrecerrados y después le pidió que los castigara a todos. Sonrió, triunfante, mientras los guiaba a través del vestíbulo del bloque principal, con el tubo de gas en la mano, dando zancadas con sus largas piernas como si intentara sacudírselas de encima. Normalmente no te envolvías en problemas ni eras castigado, Linonge sí, y sin embargo faltar a clases te parecía excitante, aunque las perdieras para cortar el césped. Mientras caminabas detrás de él, reprimiste tu risa mientras Linonge te murmuraba, insultando el modo de andar del hombre y sus patas de araña, su sentido de estilo o la falta de este, su voz peculiar. Todos los miembros del personal lo llamaban Señor O.J, todos los estudiantes lo llamaban Super Fanático.

Super F para abreviar.


Tu madre solía decir que era difícil reconocerte sin Linonge agarrado a tu hombro. Desayunaban en tu casa durante los fines de semana cuando él visitaba, tu madre le pedía a Jean Baptiste que preparara panquecas esponjosas de Nutella, que eran sus favoritas.

Jean Baptiste colocaba sus panquecas en largas bandejas rectangulares de madera, sirviéndolas con frutas y té, para que el desayuno se viera pintoresco, como algo sacado de una revista de estilo de vida de ricos y famosos. Te encantaba que a tu madre le gustara Linonge. Te complacía que ella disfrutara de lo mucho que a él le gustaban las panquecas, pidiéndole a Jean Baptiste que le preparara algunas más, mientras Linonge lamía la Nutella de sus manos. Y cuando te quejabas de que las panquecas sabían a jabón por el exceso de bicarbonato de sodio, o que el chocolate era demasiado que se sentía como si estuvieras comiendo sólo chocolate con migas de panquecas, Linonge se preguntaba cómo podías criticar las panquecas; se preguntaba si había algo como demasiado chocolate.

Por la noche, esperabas a que el resto de la casa se durmiera antes de subir corriendo a tu habitación para jugar FIFA y hablar de chicas. A Linonge siempre le gustaba admirar tu habitación como si fuera la primera vez que dormía allí, se maravillaba del hecho de que tuvieras tu propio computador, de hecho, un portátil, y Wi-Fi pagado por tus padres; pensativo, manoseaba el control del aire acondicionado reduciendo drásticamente la temperatura de la habitación y luego se metía bajo el edredón para protegerse del frío que había creado con sus propias manos; susurrando, te haría trancar la puerta y luego buscaría en Google sitios web pornográficos en tu computadora que te causarían asco y al mismo tiempo un placer culposo.

En casa de Linonge, su madre te presentaba a sus amigos con mucho orgullo, como su hermano. Ella hablaba en voz alta desde su cocina de leña, gritando a sus hermanas para que le trajeran el recipiente de chocolate que contenía sal, o el recipiente de galletas de mantequilla danesa donde ahora se guardaba la pimienta de arbusto y Linonge hacía chistes sobre el hecho de que en su casa nunca se veían las galletas, sólo los recipientes.

Su madre abría la puerta de la sala de vez en cuando para preguntarte si estabas bien o para disculparse de que el ventilador no funcionara, aunque no tuvieras mucho calor. Le pedía a Linonge que te ofreciera mangos, aunque sospechabas que ya se habían acabado. Ella abriendo los ojos, preguntaba sorprendida:

–¿Se comieron todos los mangos? –Y sus hermanas gritaban:

–Mami, te has comido el último.

A veces creías que no le importaría que te casaras con una de ellas, sus hijas; sellando así la amistad entre tú y Linonge. Era visible, hablaba de ellas de una forma sutil y entrañable reflejandolo en sus ojos; lo bien que cocinaban, lo hermosas que eran, cómo sus maridos serían los hombres más afortunados. Ellas estaban a su lado y se reían tímidamente, una de catorce años de contextura menuda y la otra, una niña de trece años con hoyuelos en sus mejillas que parecía más grande que su hermana mayor. Linonge te pedía que te concentraras en lo que te estaba mostrando y te preguntabas si él también lo veía, si se avergonzaba de las sutilezas contundentes de su madre.

Cuando la encontrabas cocinando, los ojos de su madre siempre estaban rojos por el humo de la cocina, su bata ligeramente amarrada alrededor de su cintura mientras te decía que no te fueras antes de que la comida estuviera lista, el sabor y el olor de sus comidas típicas africanas sopa ekwang o de okro o el arroz njanga se esparcía por todas partes como un rumor.

Una vez durante unas largas vacaciones, después de calificar para el examen nacional de desempeño en la secundaria, mientras te sentabas en un taburete en el cruce de Clark's Quarters, comiendo suya — carne en vara —, envueltos en un papel rústico, evaluando a las chicas que pasaban por el asfalto, Linonge te dijo de repente lo vergonzoso que era, que lo trataran como una realeza en tu casa, con el chef uniformado sirviéndole en costosos platos que se podían quebrar, en una mesa de comedor con manteles y vasos para beber, tu madre garantizando de que estuviera cómodo y tu padre descorchando un vino blanco para compartir con él, hablando de fútbol como si fueran amigos de infancia, mientras su propia madre te servía la comida en un plato de plástico, sentado en un taburete. No había jugo de fruta después de comer, sólo agua fría en un vaso de plástico, dependiendo de si la nevera funcionaba o no. Te había sorprendido que tal cosa le molestara, sobre todo porque ni siquiera habías pensado en ello. Le dijiste que preferirías el ekwang de su madre en un plato de plástico cualquier día, que el arroz frito y el pollo de Jean Baptiste. Lo dijiste en serio.

En la escuela, compartían todo: maletas, comida, armarios, llaves, mesadas, casilleros de clase. Su maleta estaba reservada para tu comida, mientras que la tuya estaba reservada para los detergentes y otras cosas. No pensabas en tus pertenencias en términos de mías y suyas, sino que las considerabas nuestras.

En clase, Linonge era una vergüenza y dependía únicamente de ti para pasar. Y tú siempre lo ayudaste, aumentando el tamaño de tu letra durante los exámenes, poniendo tu hoja en el borde para que se pudiera copiar, susurrando respuestas cuando el profesor no miraba. Una vez en una clase de Geografía definió pliegue como cuando doblas algo y fallas cuando acusas a alguien de estar equivocado. La clase se echó a reír y el profesor, el señor Esendege, un calvo panzón, le pidió que saliera de la clase. ¡De qué aldea viene! ¡Cómo pudo ser tan estúpido cuando estaba siempre con el sabelotodo! ¿Cómo no ha ocurrido una ósmosis cerebral?

Miraste hacia abajo, tímido por el cumplido; y al salir, Linonge te miró complacido, como si su irreverencia fuese un acto deliberado para hacer que el mundo te apreciara más. Como si estuviera atenuando su luz para que la tuya pudiera brillar más, ser más visible. En Biología, definió ósmosis como el agua en un desierto, y cuando le dijiste que eso era oasis, se rio y dijo:

–¿Ves? Lo intenté.

Pero estabas seguro de que era capaz de sacrificarse por ti. Lo había hecho en tantas ocasiones. Como la vez que peleó con un estudiante del último año por llamar a tu padre nyongo, personas que practican magia negra y matan gente por dinero; y no te diste cuenta cuando Linonge le dio un puñetazo en la cara, y luego enseguida, estaban en el suelo, rodando, lanzándose puñetazos, en el aire, manchas de sangre por todas partes, mientras intentabas apartarlo gritando:

–Lino, Lino.

O la vez que le gritó a la enfermera de la escuela por darte unas malditas pastillas amarillas que pudieron matarte en vez de curarte, preguntándole de dónde demonios había sacado su certificado de enfermería. Había insistido en que te enviaran a casa para un tratamiento adecuado, pero la enfermera decía que todo el mundo buscaba una excusa para ir a casa, incluso cuando te sentías cada vez más enfermo, convulsionando y tus ojos de un blanco puro y aterrador.

También huía de la escuela los fines de semana, escalando la reja de la escuela, quebrando las reglas para comprarse eru, aquel vegetal para hacer sopas, o pescado asado o espaguetis, pero también porque sabía que no te gustaba el maíz que servían los sábados. Y fue uno de esos fines de semana que se encontró con Super F en un restaurante en la ciudad de Tole, donde todo el mundo hablaba de la locura que se vivía en el país y de los disparos de anoche que no los dejó dormir.

Te dijo cómo Super F lo había llamado por su nombre completo cuando ordenó eru: Linonge Oscar Eseme y cómo había actuado como si ese no fuera su nombre, como si no tuviera idea de quién era el señor que lo llamaba, frunciendo el ceño, fingiendo una falsa confusión y saliendo a escondidas del restaurante. Te contó cómo Super F tomó un taxi directo a Sasse, cómo había escuchado a Super F ofrecerle dinero extra al taxista si lo llevase directamente a la escuela sin detenerse para recoger a nadie más. Sólo Super F podía contratar un taxi con dinero que no tenía, sólo para llegar a la escuela, pasar lista al azar para probar que un estudiante había escapado y que estaba fuera de los límites para luego hacer que lo suspendieran.

Pero, la inteligencia que Linonge no tenía en el aula, la tenía en las calles. Siempre se aseguraba de tener los números telefónicos de bici taxis. Se hizo amigo de muchos de ellos. Y en días como este, le eran útiles, pedaleando con él por los caminos de la plantación de té, tomando los senderos que los estudiantes habían creado, caminos que Super F nunca conocería y eran más rápidos de lo que el taxi de Super F podría ir. Invaluable el shock de Super F cuando llegó a la escuela dejando Linonge en Tole, sólo para llamar su nombre minutos más tarde, Linonge Oscar Eseme, y escuchó la respuesta de la voz de Linonge: –Presente. No había visto un coche detrás de ellos, y había asumido que Linonge estaba varado en Tole, sin poder encontrar un taxi.

–¿Dónde estabas joven? –Super F preguntó.

–Estaba en el dormitorio, director, antes de que oyéramos la campana para pasar lista.

–Es verdad, director –añadió–, estábamos juntos lavando la ropa.

Super F te miró, lo miró a él, y detuvo el pase de lista.

–Muéstrame la ropa que estabas lavando.

En el dormitorio, le mostraste a Super F un balde con las ropas que estabas lavando. Habías decidido ayudar a Linonge a lavar su ropa mientras él salía a buscarte comida. Super F revisó los nombres de los uniformes. Los miró a los dos, con incredulidad. Sabías que no se creía tu historia, sabía lo que vio, a quién vio, pero no tenía pruebas. Sabías que le molestaba que lo dejaras en ridículo, que no se detendría ante nada para verlos a ambos castigados, por cualquier razón, estaría atrás de ti hasta que dejaras la escuela, te graduaras o te expulsaran. Lo asumiría como su deber. Te habías hecho enemigo de un director disciplinario escolar demasiado fanático y aunque esto te asustó, pareció emocionar a Linonge.


En el último feriado, dos días antes de Navidad, Linonge llamó para decirte que había encontrado chicas para ustedes dos y te preguntó si podrías obtener algo de dinero para una cita doble. Las chicas se sentaron frente a ti como en las películas, usando sus tenedores al mismo tiempo, sonriendo con la misma sonrisa al mismo tiempo, torciendo sus ojos al mismo tiempo. Su coreografía te asustaba.

Normalmente, si la salida fuese sólo con una, le habrías dicho a Linonge que no era tu tipo, y él se habría reído y te habría preguntado qué tipo era el tuyo. Pero había algo interesante sobre dos gemelas idénticas, sobre la gente que se veía como copias del otro en todo, desde las cicatrices y las marcas de belleza, hasta los gestos. Linonge les ofreció más jugo, habló de las fiestas escolares que se avecinaban durante las largas vacaciones. Le enviaste un mensaje de texto a pesar de estar sentado en la misma mesa, preguntándole dónde había encontrado a las chicas, y él te envió una larga fila de emojis de risa. Más tarde, te dijo que las chicas estudian en el Saker Baptist College, que las había conocido y chateado con ellas en Facebook, y aunque se veían mejor en las fotos que publicaron, ¡le parecía genial que los dos salieran con hermanas gemelas!

Como era tradición, los dos examinaban las resoluciones de año nuevo de cada uno y tenían derecho a añadir una resolución en la lista del otro. Tu resolución para él era poner más interés en sus estudios. Su resolución para ti era echar un polvo este año; ¡tenías dieciséis años por Dios! Le dijiste que esa era la razón por la que todos pensaban que tu amistad era una idea terrible, y él se rio y dijo –¡ay si! cualquiera cae.

Te había contado su primera vez. Cómo a los once años, no tenía ni idea de lo que su prima segunda de diecisiete años le hacía en la oscuridad de su cocina de leña. La chica forzó sus pequeñas manos en sus senos, abrió el cierre de sus pantalones, siempre se sintió apresurado e inmoral. Y luego, cuando tenía catorce años, lo hizo con su vecina de al lado; no imaginaba que podía sentirse tan bien, aunque todavía se sintiera inmoral. Pero cuando hablaba de sus experiencias, lo hacía de una manera frívola que no culpaba a su prima segunda por la violación, sino que la culpaba por no ser lo suficientemente habilidosa para que él lo disfrutara.

En las fiestas en casa, te sentías insignificante, aburrido, jugando “la botella” con tus compañeros; no había nada interesante en viajar a Nairobi o Kigali o Birmingham, ver chicas guapas, si lo único que ibas a hacer con ellas era verlas.

Dos días después de tachar de tu lista "Perder la virginidad", estabas revisando tus uniformes, las ropas de cama, preparándote para el reinicio de la escuela al día siguiente, a pesar de que había rumores de una huelga. Linonge irrumpió en tu habitación, te agarró del brazo, y te preguntó si sabías que la chica que te desfloró era su gemela. Lo miraste congelado, no eran sus bíceps los que te asustaban, ni su barba que había empezado a crecer en este feriado (durante semanas había estado mezclando marihuana con su aceite para el pelo, aplicándolo religiosamente en sus mejillas, para forzar sus barbas a crecer, y al verlas crecer, siempre te habías preguntado si la marihuana funcionaba o si el pelo crecía de forma natural porque era un joven adolescente alcanzando la madurez).

Lo que te asustaba era lo que pensabas que habías hecho, ¿qué sería de tu amistad? Intentaste hablar, pero sólo tartamudeabas, como si algo dentro de ti hubiese destrozado las palabras. No había nada que decir, año nuevo, y te habías convertido en ese tipo, el que rompió la amistad acostándote con la chica de su mejor amigo. Pero un minuto después, Linonge se rio y dijo que estabas pálido como un fantasma. Lo importante era que habías cumplido la resolución que él había colocado en tu lista y prácticamente al inicio del año; además, ¡no podías ver que la chica, con su altura de jirafa y sus pequeños pechos, nunca fue realmente su tipo!


La esposa del señor Ojong había empezado a vender huevos escoceses en la escuela. Los trajo en un cubo de plástico transparente y los dejó en la biblioteca para que los estudiantes que estaban cansados de leer se distrajeran. Linonge comenzó un rumor de que ella estaba trabajando para completar la parte de la dote que faltaba. Y aunque Linonge le compraba huevos escoceses todos los días, aunque los estudiantes los compraban todos en una hora, aunque pensaba que eran deliciosos, se dedicó a escribir en todas las paredes que Super F podía leer: El huevo escocés de la señora Super F es lo peor que les ha pasado a los estudiantes de Saint Joseph desde los dolores en la espalda.

Todos los días cortaba hierba, o los tocones de árboles, cavaba los huecos para sembrar ñame, eran los castigos que Super F le daba, porque Super F se había comprometido a vigilarlo de cerca, y con Linonge, si se descuidaba un poco, siempre lo encontraría regodeándose en problemas. Los problemas más comunes en los que se metía eran hablar inglés Pidgin, quedarse en el dormitorio durante la misa, o la clase, o cualquier otro momento en que se suponía no debía estar allí.

Una vez se quedó dormido durante la siesta y cuando se despertó, todos salían del dormitorio para hacer sus tareas. Super F lo encontró en la ducha enjabonándose y azotó su cuerpo desnudo con un tubo de gas tan fuerte que le dejó marcas. En clase, sus compañeros le preguntaron seriamente:

–Pero ¿qué haces con ese hombre? ¿Qué le hiciste?

La semana siguiente, Linonge caminaba de clase en clase, recogiendo tiza y cuidando sus heridas. Te ignoró cuando le preguntaste si quería venderlas, o si le ayudaban con las heridas de los latigazos. Una noche, te dio un pastel y un jugo para que se lo dieras a Super F. Lo miraste confundido.

–Sólo dile que es tu cumpleaños y que es un buen DD.

Obedeciste, sin tener idea de lo que estaba pasando. Esa noche, mientras Super F corría al baño por la diarrea que el pastel había causado, Linonge se cubrió el cuerpo con una colcha blanca, se pintó la piel con tiza y se quedó junto a la puerta del baño. Luego se oyó un grito, Super F gritando

–Diablo, diablo, eres un demonio, tropezando y volviéndose a tropezar, cayendo en el suelo manchado de mierda, con los pantalones en las rodillas de tal manera que parte de sus nalgas quedaba expuesta, cayendo y dando saltos hasta que los estudiantes empezaron a congregarse, y Linonge se escabulló detrás del inodoro, se lavó la tiza de la cara y se unió a los estudiantes congregados que se quedaron mirando al hombre perturbado. Esa noche, Super F fue llevado al hospital.


El día que llegaron los jóvenes separatistas, tú y Linonge cavaron un hueco de la altura de cada uno, y por una vez, le agradeciste a Dios que fueses más bajo que Linonge. Super F había pillado a Linonge con un teléfono en la escuela, y después de confiscarlo, los castigó a los dos: a él por llevar un teléfono a la escuela y a ti por ser cómplice y no reportarlo como correspondía al ser el capitán del dormitorio. Cuando escuchaste la explosión, Super F se volteó a mirar a Linonge, acusándolo, le preguntó si había plantado fuegos artificiales en el campus.

Pero no fueron fuegos artificiales. Los jóvenes separatistas entraron y gritaron para todo el mundo salir de los dormitorios, luego empezaron a echar gasolina alrededor del dormitorio San Aquino, y luego al dormitorio San Pablo. Hubo un caos, los estudiantes gritaban mientras salían corriendo para proteger sus vidas. Los jóvenes separatistas vestían de negro, parecían salvajes, y tenían atados pañuelos rojos alrededor de sus brazos. Hablaban un inglés quebrado, inglés Pidgin, parecía el caso. Todos temblaban, la excavadora que llevaban se les había caído hace tiempo, y sin embargo sus manos se sentían más pesadas que nunca. Los jóvenes separatistas hablaban, con los ojos rojos, sobre cómo el país era un desastre, cómo las escuelas se suponía que estaban en huelga;

–¿ustedes no habían escuchado?

¿Eran ellos los que se suponía que lucharían por el país mientras ustedes, saboteadores, llevaban sus vidas normalmente? Hubo silencio. El terror era peor que cualquier otro que hayan sentido, peor que todas las transiciones entre escuelas juntas.

El que parecía el líder gritó que necesitaba una respuesta. Pero no dio tiempo para respuestas, pidió a todos que abandonaran el campus, que se evaporaran si fuese necesario , dijo que cualquiera que siguiera allí después de cinco minutos, se lo llevaría en su camión. Saint Joseph se convirtió en la definición de helter-skelter; el propio pandemonio, unos ochocientos estudiantes corriendo para escapar por un sólo portón. Mientras corrían por su querida vida, veían los dormitorios arder, el fuego a su alrededor, el humo negro que se elevaba y cubría todo aquello que una vez les perteneció. Te recordó un pasaje de la Biblia, el de la destrucción de Sodoma y Gomorra. Pero en este caso, ¿quién era Dios? 

Unos días después, acompañaste a Linonge al campus de la escuela para buscar su teléfono. Todo parecía haberse calmado y Linonge seguía diciendo que nunca iba a dejar que Super F se aprovechara de esa oportunidad para adueñarse de su propiedad. Pero a medida que te acercaste, viste a un grupo de soldados parados frente a la casa de Super F. Su esposa estaba friendo huevos escoceses tal vez para los habitantes de Tole, su bebé tranquilo en la cuna a una distancia segura. Querías irte, pero Linonge te pidió que esperaras un poco, si te ibas en ese momento, podrían verte, además, sólo le estaban haciendo preguntas y tal vez se irían pronto.

Enseguida escuchaste a uno de los soldados gritando en francés, decía que escuchó que los jóvenes separatistas estaban por ese barrio y que la mujer tenía que decirles dónde. Le decías a Linonge que era obvio que la señora no entendía francés, hasta que gritó, frustrada, que le preguntaran a alguien más. Fue entonces cuando apareció Super F. Un soldado la abofeteó y ella se cayó de su taburete. Te tapaste la boca, el bebé comenzó a llorar, y Linonge se movía incesantemente a tu lado.

–CK, ¿qué está pasando? –preguntó como si no estuviera viendo; como si tú estuvieras mirando mientras él estaba al teléfono contigo. Los soldados rasgaron la bata de la señora Ojong y delante de ti y su marido, dos de ellos la violaron, haciendo rondas. Él reaccionó, pero los otros lo sujetaron a punta de pistola.

Cuando terminaron, agarraron al bebé llorón y lo echaron en el aceite caliente. Sentiste que tu corazón se detuvo. La boca de Linonge estaba abierta pero no salía nada. Ni siquiera aire. Super F se salió de las garras de los soldados, avanzó con todo el ardor que nunca habías imaginado que tenía, y atacó al soldado que había frito a su bebé; fue entonces cuando los soldados lo mataron a tiros, mataron a su mujer y metieron los cuerpos en su camión.


Tu padre te dijo que no empacaras nada, sólo tu laptop tal vez y tu certificado de Nivel Ordinario; siempre podrías comprar ropa en Ghana. Llamaste a Linonge para informarle de tus planes de viaje, pero luego te diste cuenta de que su teléfono lo tenía Super F antes de que le dispararan. Llamaste a su madre. Tu padre había dicho que nadie saldría de la casa hasta el día de tu vuelo.

En Ghana, trataste de acompañar las noticias sobre lo que estaba pasando en el país. Llamaste a la madre de Linonge para saber cómo estaban, pero pronto, incluso su número dejó de funcionar. Tampoco pudiste contactar a Linonge porque había habido cortes de Internet en las regiones del suroeste y noroeste durante meses. Después de obtener tu Nivel Avanzado, regresaste a casa en contra de la voluntad de tus padres. El plan era saber lo que estaba pasando, antes de ir al Reino Unido finalmente, para obtener tu título. 

En la casa de Linonge, no había risas. Su madre te recibió de una manera muy formal que te sorprendió y entristeció. Habían pasado dos años. En su habitación, Linonge se mordió el labio cuando le pediste que te informará sobre lo que había pasado.

–Violaron a su mujer delante de él, frieron su recién nacido en aceite caliente. Trató de detenerlos y le dispararon. ¿Sabes que nunca vimos su cadáver? Su primo dijo que pidieron un rescate de trescientos mil por cada uno antes de que le entregaran los cuerpos, además, la familia tenía que firmar un compromiso, declarando que su hermano, el señor Ojong era uno de los integrantes del grupo.

Linonge no te miró mientras hablaba. Te dijo las cosas que ya sabías, para no tener que decirte las cosas que no sabías. Cosas que habías escuchado. Como el día en que los soldados llegaron a su casa y le pidieron a su madre que se desnudara delante de sus hijos, cómo tocaron a sus hermanas delante de él, cómo no podía hacer nada al respecto, a no ser que toda su familia fuera asesinada de la misma forma en que lo habían hecho con Super F, cómo dormían en el suelo de cemento desnudo todos los días, escondiéndose de las balas. Durante semanas te evitó; durante semanas, te sentiste culpable por haberte ido.

El día que su madre te llamó para hablar con él, casi corriste a su casa descalzo.

–Quiere unirse a los jóvenes separatistas –te dijo su madre.

No podías creerlo. Justo afuera en su patio, su madre sentada en un rincón parecía pequeña e indefensa, le diste a Linonge un largo discurso. Le dijiste que entendías que el país era un desastre, pero que no debía involucrarse así, que tenía un futuro brillante, que debía compadecerse de su pobre madre y hermanas. Le dijiste que toda esa violencia no valía la pena. Y mientras hablabas sentías sus ojos sobre ti llenos de un sentimiento que nunca había demostrado hacia ti: desdén. Sentías que había cosas que él quería decir, podías oírlas en sus ojos, llamándote mocoso privilegiado que podía permitirse el lujo de reservar el primer vuelo tan pronto surgiera el primer problema. ¿Dónde habías estado durante dos años? ¿Qué sabías tú? ¿No estaban todos los miembros de tu familia a salvo? ¿Incluyendo al chef? Querías que dijera todas estas cosas para poder disculparte. No era tu culpa que tu familia te diera seguridad, y aún así te sentías culpable. Cuando finalmente habló, las únicas palabras que salieron, antes de que se fuera de forma violenta, fueron:

–¡Vete a la mierda!


Es lunes y todo el mundo en el vecindario está corriendo, la gente está en pánico, gritando que los jóvenes están llegando. Están en camino para quemar un coche del gobierno y luego habrá un tiroteo. Todos corren a casa, niños, adultos, buscando protección bajo las camas. De camino a casa, ves a Linonge con los jóvenes separatistas marchando hacia el camión del gobierno; está sosteniendo el galón de combustible. Tus ojos se encuentran y te llama por tu nombre, 

– CK.

–Lino –dices. –La mujer detrás de ti está perpleja, preguntando si lo conoces.

 –Sí –dices. –Linonge era mi mejor amigo.


 

Howard Meh-Buh Maximus | Camerún |

Escritor y científico camerunés. Forma parte del equipo de redacción de la Revista Bakwa y es uno de los becarios de escritura/redacción de libros de la Fundación Miles Morland 2021.

@howardbmaximus @howardbmaximus

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